STILL STARVING
Día veinte... Practicar la Confesión
“Pesamos nuestros corazones ante Él; nos dirigimos a Él y le decimos: ‘Aquí estoy. Te necesito; necesito que quites de mi toda una vida de culpa e inadecuación perdonando el pecado…’”.
“Padre Nuestro”
“Padre nuestro que estás en los cielos,
santificado sea tu nombre.
Venga a nosotros tu reino,
hágase tu voluntad,
en la tierra como en el cielo.
Danos hoy nuestro pan de cada día.
Perdónanos nuestras deudas,
como también nosotros hemos perdonado a nuestros deudores.
Y no nos dejes caer en la tentación,
Pero líbranos del maligno.
Tuyo es el reino, el poder y la gloria, por los siglos de los siglos. Amén”.
(Mateo 6:9-13 LBLA)
En el “Padre Nuestro”, vamos orando hasta que llegamos a la doxología. De repente, nos encontramos cara a cara no sólo con nuestro Padre amoroso, sino con el REY de todos los Reyes, que tiene un PODER superior a todo poder y cuya fama y celebridad no se llaman adecuadamente fama y celebridad, sino GLORIA cegadora, de infarto, que quita el aliento. Afortunadamente, estamos llamados a completar esta oración, recordando a nuestros corazones a quién estamos orando.
Haz una pausa antes de seguir leyendo. Dedica unos momentos a orar el “Padre nuestro”, añadiendo la siguiente frase. Intenta no limitarte a recitar los versículos; ora despacio, haz una pausa, escucha y abre tu corazón a la suave obra del Espíritu Santo.
DIRECCIÓN DIARIA
Llevamos ropa. Desde el primer momento en que nuestros padres originales decidieron despojarse de su lealtad fiel a su Rey, Yahveh, se sintieron incómodos al verse plenamente, incondicionalmente expuestos.
Nietzsche supuso que una vez muerto Dios, la moral creada por los que “diseñaron” a Dios también estaría muerta. Supuso que con todo este salvaje y nefasto asesinato de Dios se evaporaría el instinto de sentir culpa y vergüenza.
Extraño, ¿verdad? Muchos han dado por muerto a Dios, pero la culpa y la vergüenza siguen moldeando el corazón de cada ser humano y de cada cultura. Muchos se han alejado de cualquier conexión con Dios, pero su vergüenza está viva y coleando.
Los medicamentos recetados se utilizan para alimentar la epidemia de “sentimientos de inadecuación”, “odio a uno mismo”, “mala imagen corporal” y “baja autoestima”. Todos estos términos, más agradables para los negadores de Dios, no dejan de ser otra forma de dar testimonio de la culpa y la vergüenza humanas. Llámese a la culpa y a la vergüenza por cualquier nombre psicológicamente aceptable que se quiera, pero la gente sigue estando plagada de ellas. Con o sin Dios, el daño de la culpa y la vergüenza es terminal. Renombrar la culpa y la vergüenza como “sentimientos de inadecuación”, o alguna otra etiqueta más tolerable, no cambia el vandalismo que ha causado en el alma.
Nunca me olvidaré de una maestra sustituta, recién salida de la universidad, que vino a dar clase a los alumnos de séptimo curso de mi colegio. El pequeño Ricky se levantó de la silla, sin levantar la mano, para tomar un libro que había dejado en la zona de lectura. En aquella época, pedir permiso levantando la mano era un edicto con el que no se podía jugar. La maestra se dio cuenta de que Ricky no estaba autorizado y le preguntó amablemente qué hacía. Ricky le explicó que se había olvidado el libro y que iba a recogerlo. La maestra respondió con un despreocupado: “Ah, OK”.
Fue entonces cuando la cosa se puso interesante. Un alumno, obviamente el primogénito de sus hermanos y guardián del libro de todas las reglas existentes, informó al profesor de que Ricky había hecho algo “malo” al levantarse de la silla sin levantar la mano y obtener la autorización correspondiente. (Vaya, incluso escribiendo esto me doy cuenta de lo mucho que hemos cambiado.) La maestra anunció entonces que no existían cosas “malas”; Ricky simplemente había hecho algo incorrecto o estaba equivocado.
Debo admitir que no era un gran oyente, pero cuando la oí decir claramente que no existían cosas malas, mis oídos se abrieron un poco. No pude contenerme; la situación exigía una repregunta: “¿Quiere decir realmente que no existe el 'mal'?”.
Ella redobló la apuesta: “Correcto; el mal no existe; eso implicaría pecado, y el pecado no existe”.
¡Qué tal! ¡vaya, no hay pecado! Mi primera pregunta fue si mis padres lo sabían. Luego tuve una pregunta adicional: “¿Está segura de que no existe el pecado?”.
Hasta ese momento, se había mostrado amable, educada y relajada; sin embargo, mi siguiente pregunta hizo que la maestra sustituta, licenciada en Pedagogía y Filosofía, se enojara. Nos dio una conferencia sobre cómo la religión había creado el pecado para que la gente se sintiera culpable y así poder controlarla.
Ese incidente está grabado a fuego en mi mente. En aquel momento no tenía ni idea de que estaba canalizando ella a Marx allí mismo, delante de una clase mayoritariamente protestante y católica. Lo que sí recuerdo es que cuando terminó y el aula quedó en un silencio asombroso, se podía ver, oír y sentir la vergüenza que ella decía que no existía. Se apoderó silenciosamente de todo su aspecto.
Durante los tres días que estuvo con nosotros, mis amigos y yo hablamos sin cesar de que no había pecado. Al final de su visita, obviamente perdió el control de la clase. Sin pecado y comprometida con la idea de que sólo estábamos equivocados o éramos incorrectos, bueno, digamos que éramos demasiado para ella. Al final, el director vino a nuestra clase para decirnos que nuestro comportamiento fuera de control estaba, de hecho, mal. Nos advirtió, en términos inequívocos, que si no dejábamos de portarnos mal sufriríamos el tipo de consecuencias que uno asocia con hacer algo “malo” o pecar. Sentimos vergüenza por cómo habíamos actuado y, por supuesto, cuando el director nos estaba sermoneando, la cara de la maestra sustituta estaba sonrojada por la vergüenza. Supusimos que el director también le había dado una buena dosis de vergüenza.
Por alguna razón, quería librarse de los grilletes del pecado. Imaginaba la vergüenza como la fuerza de un ser humano que intenta controlar a otro ser humano. Sobre todo, no veía la necesidad de la absolución. Pero allí estaba aquel día, con el rostro ahogado por la vergüenza. Intentaba quitarse de encima la carga moral del pecado negando su existencia. Buscaba la inocencia tratando de librarse del Dios que la hacía sentirse culpable. Su experimento de tres días fracasó, igual que fracasará el que estamos viviendo nosotros a escala cultural.
Llevamos ropa. Llevamos ropa por dos razones:
En primer lugar, no queremos que se nos vea del todo. Sabemos que algo está mal—sí, pecaminosamente mal—y no queremos que se vea. Queremos controlar profundamente cómo nos ven los demás. Nadie querría que otros vieran cada acto, cada pensamiento transmitido para que todos lo sepan. Necesitamos tapar las cosas. Cosemos hojas de higuera para intentar experimentar la absolución. Absolución significa que necesitamos algo que nos libere de los efectos castigadores de la culpa.
Estamos constantemente cosiendo hojas de higuera para encubrir lo que somos. Queremos ocultarnos de los demás, de nosotros mismos y de Dios, y normalmente en ese orden. Las hojas de parra son nuestro intento de absolución. La adicción al trabajo, el hiperservicio, el rescatar a todo el mundo, el victimismo, la justificación, la culpa, el libertinaje, el género, el placer, la religión, el cotilleo, el optimismo y demás “ismos” pueden seguir y seguir. Todos ellos son intentos de ocultar nuestra culpa y vergüenza. Con el tiempo, la mayoría descubrimos que las hojas de parra no son una tela de coser duradera.
En segundo lugar, llevamos ropa porque sabemos que necesitamos que nos vista algo más, algo celestial. Lo celestial fue quitado de nuestros cuerpos, y todos tenemos hambre de ser vestidos con ello de nuevo. Algunos se quitan la ropa y se exponen para encontrar ese cuerpo celestial en forma con abdominales tonificados. Nos desnudamos, engañados pensando que este cuerpo es nuestro cuerpo definitivo. Tal actividad no deja de ser una prueba de nuestra vergüenza y culpa.
Otros se visten con aumentos de la anatomía y luego envuelven sus rasgos recién diseñados con etiquetas de diseñador. Al final, todo son hojas de higuera cosidas.
Al principio estábamos revestidos de un cuerpo terrenal y otro celestial. Nuestros corazones anhelan que la vergüenza de lo terrenal sea finalmente absorbida una vez más por lo celestial (ver 2 Corintios 5:1).
ESCRITURA DIARIA
Lectio Leer
Si decimos que no tenemos pecado, nos engañamos a nosotros mismos y la verdad no está en nosotros. Si confesamos nuestros pecados, El es fiel y justo para perdonarnos los pecados y para limpiarnos de toda maldad. Si decimos que no hemos pecado, le hacemos a El mentiroso y su palabra no está en nosotros.
(1 Juan 1:8-10 LBLA)
Escudríñame, oh Dios, y conoce mi corazón;
pruébame y conoce mis inquietudes. Y ve si hay en mí camino malo,
y guíame en el camino eterno.
(Salmo 139:23-24 LBLA)
COMENTARIO DIARIO
Meditatio Meditar
Lee el pasaje dos veces. Tómate un momento y medita. Mastica la carne de la palabra hasta el hueso antes de seguir leyendo. Deja que la verdad de los versículos penetre profundamente en tu corazón y en tu mente.
Nadie ha experimentado nunca el perdón cosiendo continuamente sus hojas de higuera. Aquellos que cosen hojas de higuera para sí mismos utilizarán la crítica, la exposición e incluso la condena de los demás para obtener un impulso de dopamina en el alma. La dopamina es el hilo que mantiene unidas sus hojas de higuera, cubriendo lo que no quieren que se vea.
Algunos remiendan sus hojas de higuera negando que tengan algo seriamente malo; otros utilizan las costuras hechas al intentar quedar bien ante los demás para mantener sus hojas de higuera en su sitio.
En el fondo de nuestro corazón, sabemos que algo está radicalmente mal. Decir que no tenemos pecado nos despoja de la verdad (ver 1 Juan 1:8). Decir que no tenemos pecado nos priva de la preciosa voz de Dios (ver 1 Juan 1:10). De cualquier manera, incluso con nuestras hojas de higuera cosidas a la moda, estamos desnudos y “con el trasero al aire”—perdonen mi franqueza. (traducción del juego de palabras “em-bare-assed”). Necesitamos desesperadamente la absolución; todos necesitamos “ser liberados de la culpa”.
La confesión del pecado logra tres grandes intervenciones de Dios:
En primer lugar, confesar un pecado significa que estás de acuerdo con Dios. Le has escuchado.
De alguna manera has escuchado a Dios decirte que hiciste algo que no provenía de la fe expresándose a través del amor (ver Gálatas 5:6).
O dejaste sin hacer algo que hubiera sido necesario para expresar la fe a través del amor.
Esta oración tiene un profundo poder y efecto: “Padre, perdóname por lo que he hecho y por lo que he dejado de hacer”. Para ser perdonado, debo nombrar el mal como mal sin excusa.
No vendré a Jesús diciendo: “Esto de aquí lo hice o lo dejé de hacer y es punible. Este pensamiento en mi corazón, Señor, es tan bueno como el hecho (ver Mateo 5:21-26; 27-30). Ahora veo cómo fallé al poner mi interés por encima de los demás, y por lo tanto, me he vuelto ciego a los lugares difíciles de mi propio corazón.”
Tan fácilmente mantengo mis hojas de higuera cosidas con buenas obras y justificaciones.
La confesión significa que el Espíritu Santo ha iluminado mi corazón, que he resucitado de entre los muertos (ver Efesios 5:14) y que veo dónde he sido dominado por el yo. La confesión también significa que he oído la voz de Dios que me llama a ir a Él (ver Juan 16:8).
En segundo lugar, Dios nos perdona. El perdón significa que Dios absorbe la deuda. Con cada pecado, hay una deuda, y cuando Jesús perdona mi pecado, Él absorbe la deuda (ver Mateo 18:27). La pena que estaba sobre mí ahora está sobre Jesús. Cualquier consecuencia la compartimos; Él está conmigo a través de todo (ver Hebreos 13:5).
En tercer lugar, Dios nos limpia. Dios elimina la culpa y la vergüenza. Este es un poderoso movimiento espiritual. Dios nos limpia de la injusticia, lo que significa que nuestros apetitos cambian; nuestras hambres se transforman. La culpa desaparece porque se produce un cambio en el corazón. Ser perdonado es ser amado “mucho” (ver Lucas 7:47).
Haz la obra santa; pide al Espíritu Santo (ver Salmo 32:5; 51:3) que te revele:
lo que has hecho por interés propio
lo que has dejado de hacer por interés propio
emociones en tu corazón que exponen tus deseos egoístas
Puede ser tan simple como querer una casa mejor o incluso un cónyuge diferente. No importa; deja que el Espíritu Santo te escudriñe y haga lo que a Dios le encanta hacer: presentarte como “irreprensible”, absuelto de culpa.
Sin embargo, ahora El os ha reconciliado en su cuerpo de carne, mediante su muerte, a fin de presentaros santos, sin mancha e irreprensibles delante de El. (Colosenses 1:22 LBLA)
DECISIÓN DIARIA
Oratio Orar
La confesión del pecado es uno de los primeros pasos para volverse al Señor (ver 1 Reyes 8:47). Pesamos nuestros corazones ante Él; nos dirigimos a Él y le decimos: “Aquí estoy. Te necesito; necesito que quites de mi toda una vida de culpa e ineptitud perdonando el pecado. Sí, las obras que han puesto mi interés por encima de tu Señorío y de los demás necesitan perdón”.
La confesión requiere que me dirija a Cristo perdonador (ver Jeremías 14:20).
La confesión requiere que reconozca el pecado (ver Salmo 32:5).
(Llámalo, nómbralo, etiquétalo como pecado).
La confesión requiere mi admisión verbal del pecado (ver Mateo 3:6; Marcos 1:6).
(La confesión significa que revelamos lo que estaba oculto. Hacemos una admisión completa, limpia y clara del mal).
La confesión exige que divulgue mis prácticas (ver Hechos 19:18).
(Si hay hábitos o adicciones involucrados en tu pecado, esos patrones necesitan ser divulgados [Lucas 3:8]).
La confesión exige que renuncie al pecado (ver Proverbios 28:13).
(La confesión no está completa hasta que se ha renunciado y abandonado el pecado. El fruto mismo del arrepentimiento es abandonar el pecado).
Contemplatio Contemplar
Déjate descansar en Él hasta que puedas orar con Jesús: “No es mi voluntad sino la tuya”.
DIARIO PERSONAL
Día 20
Fecha____________________________
Orar:
Esperemos que ahora te sientas cómodo utilizando la Lectio Divina o Lectura Sagrada. En cuanto a la confesión, la contemplación debe prepararte para desnudar tu corazón ante Dios y dejar que Él mire en ti y te revele tu corazón.
No busques que Dios te revele varias cosas, sólo una. Deja que Él te escudriñe, te pruebe, conozca tus pensamientos y vea si hay algo en ti que tiene o está contristando al Espíritu Santo. La confesión es algo que hacemos para toda la vida; el objetivo no es hacerlo todo ahora, sino vivir la asombrosa vida de ser formado a imagen de Jesús.
En tu Diario Personal, escribe una oración a Dios pidiéndole que te escudriñe, que conozca tus pensamientos y que vea si hay en ti un camino penoso. Pídele que te ayude a tener un corazón honesto. Usa el Salmo 139:23-24 como ejemplo.
Tómate un momento para mirar tu oración y considera lo siguiente. La oración que acabas de escribir era tu manera de dirigirte a Dios, así que marca la primera casilla.
Volví a Dios
Reconocí el pecado
Admití verbalmente el pecado
Descubrí cualquier práctica asociada al pecado
Renuncié al pecado
PRÁCTICA VESPERTINA
Oración de Vida:
Antes de orar el Examen Vespertino, ora tu Oración de Vida del cuarto día.
Examen vespertino:
Antes de dormir, tómate cinco minutos para el Examen Vespertino y reflexiona en oración sobre las preguntas que aparecen a continuación. Déjate guiar por el Espíritu Santo; no subestimes el poderoso impacto que esta oración puede tener en tu conciencia de Su presencia.
¿Dónde he sido testigo hoy de Tu presencia amorosa?
¿Dónde he dejado hoy Tu presencia y me he dejado llevar por mis propios deseos?